miércoles, 27 de enero de 2010

Calle Flores



Todo lo que aconteció en aquella cálida noche de junio en la calle Flores, juro solemnemente que no fue fruto de mi imaginación siempre voladora. La realidad superó la mejor de las novelas de amor.
Ella revoloteaba en su paseo con un suspiro de flores en la presilla de su vestido marfil, pamela blanca y sandalias de color café. Él presumía galante su nueva chaqueta de cachemira y caminaba a ritmo de piano de cine mudo. Resoplaba elegancia de conde y andares de gánster. En el escaparate de sombreros de la India, iluminado por farolillos de papel, tropezaron la mirada candil de ella y el fuego cálido de sus intenciones de seductor. La noche era quieta, el silencio era testigo, los corazones era un bullicio. Yo estaba sentado encendiendo un humo de misterio apoyado en la farola de la otra acera.

Él la rodeaba con el descaro del pavo real e insinuó un piropo castizo y estudiado. Ella publico en la noche la alegría de una sonrisa seductora y burlona. Valiente como un torero en Las Ventas insistió en acompañarla. Ella no declinó, pero la distancia fue controlada en cada momento. No era una dama, pero quien no juega a serlo en estos tiempos. Anduvieron, calle arriba y luego calle abajo. Calle arriba y calle abajo. Él le contó viajes, aventuras, sueños. Ella se sentía interesada. Y así, durante las primaverales horas de aquella tarde de junio, dos bailarines de calle se cortejaron hasta el amor.

Y fue como a la hora y media, o quizás más, cuando el caballero de cachemira, locura en boca, se arrodilló y le pidió algo que yo no pude oír con claridad. Ella, asombrada y llevándose un par de dedos a la boca en un ademán de sorpresa y timidez, suplico al caballero que volviera en pie. Él insistió hincando ahora su dos rodillas en suelo y suplicando de ella un tesoro. Entendí por el estupor de la dama, que era un beso lo que su pretendido requería. Y fue cuando pasó, un gesto que recordará para sí cada poema de amor que pueda leer en la vida. La señorita quitó su guante de la mano, de su bolso mínimo cogió un pañuelo blanco, lo recuerdo a la perfección, y sin oscilar deslizó el pañuelo con una dulzura de plumas por su cuello, su boca y su corazón. Lo dejó caer en la mano de su caballero y voló calle Flores abajo.

Él levanto, colocó a la perfección su sombrero y bailó, bailó, bailó calle Flores arriba. Yo apagaba mi cigarro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

es precioso